Profesor universitario, director del doctorado en Ciencia Política de la Universidad de Belgrano
PARA LA NACION
La afirmación del título es, deliberadamente, excesiva. Estrictamente no es verdad que nadie cumple con su deber. Muchos hay que son escrupulosos en el cumplimiento de sus obligaciones. Pero la aseveración -sociológicamente y referida a la Argentina de nuestros días- se justifica. El país ha atravesado y atraviesa épocas francamente oscuras. La oscuridad no está sólo en las enormidades que nos azotan. También está en los hechos cotidianos. En las acciones o en las ausencias de acciones de casi todos. Es un pan diario de nuestro presente el lamento por la conducta o inconducta «del otro». Muchos se sienten absolutamente inocentes: todos consideran a los otros culpables. La ejemplificación sería agobiadora. Iría desde atravesar un semáforo en rojo hasta cobrar un servicio que no se presta. Desde alguien que enseña lo que no sabe hasta el que ahueca la voz y estira el dedo que acusa, mientras pontifica sobre una moral propia siempre condicional. Moral en suspenso; a la espera del primer ofrecimiento oportuno. La raza de Catón, acusadora de los otros, terrible en sus anatemas sobre el oportunismo ajeno, es espléndida y generosa con su propia inconducta. Además, es una raza abundante en la Argentina de hoy.
Alguien puede objetarnos que «ésa es la condición humana». Que siempre los seres humanos hemos sido dadivosos con nosotros y avaros con los demás. Pero aunque el tejido humano se trama desde el comienzo con esos materiales, es verdad también que existe el más y el menos y que existen épocas en las cuales las proporciones cambian. El «cuantum» en los platillos de la balanza sirve para catalogar las épocas y para hacer su inventario. Convengamos que si es cierto que los ingredientes existen desde siempre, hay tiempos donde las proporciones son francamente desproporcionadas. Nuestro tiempo es un tiempo en el cual la crisis de los roles es lo sobresaliente. (Ordenanzas que no barren y que se sienten humillados si tienen que servir café; maestros que no enseñan porque no saben o porque no tienen ganas; jefes y gerentes que no son ni jefes ni gerentes porque no tienen aptitudes ni vocación para el cargo.)
André Malraux decía que en el seno de todas las sociedades humanas, desde que el mundo es mundo, existen el simoníaco, el corrupto y el cobarde. Añadía: la concupiscencia, la cobardía y la corrupción son resortes de lo humano y forman parte de su posibilidad; pero, continuaba, la herejía absoluta, el escándalo total consiste en que el sacerdote sea simoníaco, en el que el militar sea cobarde, en que el juez sea corrupto. Y esto es así -proseguía- porque cualquiera de esas tres carreras u oficios humanos aspiran a una ejemplaridad. Precisamente: a la santidad, al coraje, a la majestad de la nobleza necesaria para poder juzgar.
La crisis de la sociedad argentina de nuestros días no radica, entonces, en el hecho de que en su seno existan muchos «que no cumplen con su deber», sino en que existen demasiados que, ocupando lugares específicos destinados a cumplir un rol determinado, lo defraudan o lo dejan vacante. El «nadie cumple con su deber» está destinado a todos aquellos que, modestos o importantes, teniendo que comportarse de una manera determinada por el carácter de su oficio, no cumplen con su deber. Tal vez la próxima década de la vida social argentina deba ser llenada por un vigoroso impulso para reencontrarse con la dignidad del oficio que se ha elegido y que se debe ejercer con plenitud. La crisis de ejemplaridad en el mundo político es un «tubo de ensayo» de lo que decimos.