Por qué celebramos el Día de Todos los Santos y el de los Fieles Difuntos

El 1 y 2 de noviembre tienen lugar estas celebraciones, cuyo origen se remonta a los primeros cristianos. En nuestro país, a partir de una prohibición de la dictadura, la fiesta menguó en las zonas urbanas. Sin embargo, en otros países, como México y todos los de Centroamérica, es un gran acontecimiento
Gerardo Di Fazio

Para los fieles católicos, el 1 y 2 de noviembre, Día de Todos los Santos y conmemoración de todos los Difuntos (o Todos los Muertos, como se la conoce comúnmente), son días de gran importancia. Por supuesto que ese grado de vivencia varía según la región del mundo. Su origen hay que rastrearlo en la historia de la propia Iglesia.

Entre los primeros cristianos se acostumbraba a celebrar el aniversario de la muerte de un mártir en el lugar del martirio. Pero como muchos eran martirizados al mismo tiempo, se debía aplicar un mismo día para la memoria de todos ellos. Las persecuciones contra los cristianos eran muchas y cada emperador romano acrecentaba el número de mártires y aumentaba la crueldad de los castigos. Por tanto, llegó el momento que el mismo día poseía varias memorias para recordar. La Iglesia consideró que cada mártir debía ser venerado y comenzó a pensar en un día en común para todos.

La Iglesia de Oriente celebraba una fiesta en honor de todos los Santos desde el año 359, según narran las crónicas de san Efrén en Carmina Nisibona, y san Atanasio en sus Epistulae Syriacae. La fecha estaba fijada el 13 de mayo para las iglesias de Siria y el primer domingo después de Pentecostés para las de Antioquía, según san Juan Crisóstomo. Esta fecha, domingo de la octava de la Pascua de Pentecostés, continuó usándose entre las iglesias de rito bizantino como solemnidad de todos los santos.

Pero en la Iglesia latina fue distinto. Al concederse la libertad a la Iglesia luego del “edicto de Milán” con el emperador Constantino, los templos dedicados a los dioses paganos se reconvirtieron en cristianos. El famoso templo del Panteón en Roma, originalmente dedicado al culto de todos los dioses del imperio romano, cayó en desuso a finales del siglo IV. En el 608 el emperador Focas lo donó al papa Bonifacio IV quien lo transformó en iglesia, el 13 de mayo de 610, bajo la advocación de Santa María la Rotonda. Y el papa Gregorio III (731-741) consagró una capilla en el Vaticano para dar culto a los santos que antes eran honrados en los cementerios y catacumbas que se extendían por toda Roma y lugares cercanos.

Los santos eran proclamados a viva voz por la asamblea y al comienzo de la Iglesia la santidad era otorgada solo por el martirio. No obstante, debía investigarse mediante un examen riguroso todas las circunstancias que habían acompañado su sacrificio, el carácter de su fe y los motivos que las habían animado, de forma que pudiera evitarse el reconocimiento a quienes no merecieran tal título. Fue recién en 1588 que el papa Sixto V ideó un proceso jurídico con investigaciones sobre la fama de santidad, las vivencias de las virtudes en grado de heroicidad por parte de los candidatos y ese proceso fue puesto en manos de la “sagrada congregación de ritos”. En 1969 el papa Pablo VI creará la Congregación para la causa de los santos (entiéndase el término “congregación” equiparable a “ministerio” en un gobierno) y las normas de la congregación fueron reformadas en 1983, bajo el pontificado del papa Juan Pablo II con la constitución apostólica “divinus perfectionis magister”.